Australia es uno de esos destinos que a priori y, sobre todo, en la imaginación anticipada de los turistas, viajeros, aventureros y demás especies de trotamundos tiene buena prensa.
Tan sólo el mismo nombre de Australia causa, a quien no conoce este país, un torrente inmediato de potenciales evocaciones y expectativas. Pero la capacidad de entusiasmo que todo visitante lleva en sí, puede verse mermada cuando, al llegar a este lugar, comprueba que parte de su esperada fascinación se queda en el camino.
Claro que Australia tiene atractivos, todo país los tiene y, en definitiva, un viaje siempre es un viaje. Pero en este caso, el fiel de la balanza de compensaciones a duras penas se mantiene en equilibrio – si no decantado hacia el lado de lo adverso – si en uno y otro plato, colocamos los pros y los contras, lo que se demanda y lo que se recibe.
En la parte de los favores estarían los encantos de la ciudad de Sydney– Juegos Olímpicos aparte – el fenómeno de la gran y mitológica peña de Ayers Rock, integrada en el Parque Nacional de Uluru; una especial y especializada fauna, la soledad elegida que necesariamente produce este páramo casi inacabable y seguramente inabarcable; la gran facilidad para desplazarse y llegar a los destinos gracias a que éste es un país en que prácticamente todo funciona como un reloj ginebrino. Y para que la cosa tome un poco más de peso, se podría añadir, aunque quemando cierta generosidad, a la gran Barrera de Coral, prácticamente inútil si al visitante no le interesa el submarinismo, y, bueno, el Parque Nacional de Kakadu.